A los soldados no se los llora, se los honra. Derramar lágrimas por ellos, para descargar el dolor que supone su pérdida, es un privilegio otorgado sólo para sus afectos.
A nosotros, sus compatriotas, nos toca en cambio recoger el ejemplo de todos esos valientes hombres, y esa intrépida mujer, para que este, su último viaje, no haya sido en vano.
Nuestros marineros murieron de uniforme. El mismo que lucía José de San Martín cuando le ganó a Los Andes. El que abrigaba al almirante Guillermo Brown en la cubierta de la legendaria fragata 25 de Mayo.
Nuestros marineros se fueron al silencio, defendiendo la única e indiscutible causa que es común a todos, la causa de la patria.
Por eso en estos días los argentinos, ávidos de modelos, hemos conseguido rescatar del naufragio aquellos valores que nos hicieron grandes y que en ocasiones, desorientados, creímos perdidos para siempre: disciplina, trabajo, austeridad, honor, vocación, amor a la patria…
La profesión de las armas es un cometido de riesgo. Aún en tiempos de paz. Nuestros soldados lo saben. Los que quedaron el mar lo sabían. Y los cuatro mil valientes que intentaron salvarlos también. No debe haber sido fácil para ellos desembarcar frente a quienes los esperaban en puerto. Por eso a sus familiares nos queda ahora acompañarlos en su infinita aflicción.
Para nosotros, ante la desaparición de un soldado, no es necesario el consuelo. Pues murieron por la patria, en cumplimiento del sagrado deber militar, y vivirán por siempre en nuestros corazones.
Habrá otro ARA San Juan. Volverá a zarpar proa al irrenunciable mandato de Brown: “Camaradas. Fortaleza en la adversidad y tres vivas a la Patria”.
Jorge Ferraro
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