Con sorpresa, estamos asistiendo a un
sinfín de adulaciones y publicaciones, (hoy tendencia en twitter), en honor a
la memoria y trayectoria del ex presidente Raúl Alfonsín, quien se consagrara
como tal en diciembre de 1983. Lo curioso del caso, es que de manera
hegemónica, todos quienes comentan en torno al personaje en cuestión, lo hacen
de manera elogiosa o panegírica, como si el fallecido Presidente en vez de
haber sido lo que verdaderamente fue, (un canalla al servicio
del eurocomunismo), hubiese sido en cambio una suerte de
estadista o pro-hombre ejemplar a quien los “poderosos” le pusieron
zancadillas, impidiéndole así llevar a buen puerto sus nobles intenciones
durante su desafortunado gobierno (1983/1989).
Vayamos a cuentas.
Poseedor
de una oratoria tan enérgica como insustancial, su discurso demagógico no
exento de notable habilidad para arrancar encendidos aplausos de la
muchedumbre, durante su campaña recolectora de votos en 1983, supo embaucar a
una multitud que, horrorizada por la lista que por entonces ofrecía el
peronismo, volcó sus preferencias por el presunto mal menor.
Tras ganar las
elecciones, Alfonsín, lo primero que hizo al asumir, fue llevar adelante un revanchismo
contra el gobierno cívico-militar saliente (cuyo
golpe de Estado, en marzo de 1976, fuera apoyado y aprobado por la UCR, la cual
comandó 310 intendencias, durante el gobierno del presidente Jorge Rafael
Videla), impulsando un juicio a las cúpulas castrenses a través del decreto
158/83, (atropellando la independencia del Poder Judicial), cuya letra, además,
contenía la condena en el decreto mismo. Maliciosamente, toda su revisión sobre
el pasado, (a la sazón bien reciente), fue impuesta a partir del 24 de marzo de
1976 y no se revisó una coma de todas las
responsabilidades y felonías cometidas tanto por el terrorismo subversivo como
por la partidocracia, antes de dicha fecha.
Salvo excepciones, los medios
televisivos se mantuvieron en manos del Estado, a efectos de controlar la
prensa, llevando adelante una profusa campaña psicológica de inequívoca
tendencia marxista, dentro de la cual se atentó contra la libertad de prensa,
encarcelando a periodistas opositores como Daniel Lupa, y se descubrió una lista
negra de 30 periodistas (entre ellos, Rosendo Fraga y Carlos Manuel Acuña), con
la orden de encarcelarlos por no compartir la filosofía del régimen, y cuyas
detenciones finalmente se frenaron con motivo del escándalo acaecido. Hasta un
personaje de la frivolidad, como Mirtha Legrand, tuvo problemas profesionales,
teniendo que mudar de canal, por cometer el delito virtual de no adular al
mandón favorito de la socialdemocracia latinoamericana.
En los años 70, fue
simpatizante y abogado de los terroristas del ERP y mantuvo aceitados contactos
con el terrorismo montonero, a varios de cuyos miembros agasajó
con afectuosos almuerzos (entre ellos, al indultado Miguel Bonasso), en
agradecimiento por haber colocado en sus órganos de prensa a su discípulo
Leopoldo Moreau. Incluso, fue acusado de participar en la negociación a favor
de la guerrilla, en el caso del secuestro y crimen de lesa humanidad del
empresario Oberdán Sallustro, a la sazón víctima del ERP.
Con estos antecedentes
setentistas, durante su mandato, las deliberadas simpatías para con la
guerrilla marxista no cesaron y salvo el caso semiparódico del lider montonero
Mario Firmenich, (quien apenas estuvo en cárcel unas semanas), jamás se
promovió un solo juicio a un terrorista, dedicando toda su gestión a humillar a
los militares, quienes, paradójicamente, en enero de 1989, lo salvaron del
intento de golpe de Estado perpetrado por el ataque terrorista de la
organización MTP, (Movimientos Todos por la Patria), por entonces comandado por
el asesino serial y ex guerrillero Enrique Gorriarán Merlo.
En política internacional, de
la mano del canciller socialista Dante Caputo, la Argentina tuvo relaciones
carnales con las tiranías marxistas de la época, votando,
incluso, ante la ONU, en la Comisión de Derechos Humanos, en marzo de 1987, de
manera negativa en la acusación que pesaba sobre Cuba por sus consabidas
violaciones a los de derechos humanos. Es más, la
empobrecida Argentina alfonsinista otorgó créditos incobrables a Nicaragua y
Cuba por 400 y 600 millones de dólares, respectivamente. Asimismo, en su afán
por consolidar lazos con los despotismos de la época, en avieso desprecio por
la democracia y el sistema republicano, firmó “convenios culturales” con países
de la talla de la República Argelina (3/12/84), Nicaragua (16/2/84), Cuba (9/8
y 13/11/84), Rusia (26/1 y 26/86) y Bulgaria (29/7/86).
Para júbilo de los
delincuentes, Alfonsín fue también el padre del garantismo penal, promoviendo
la sanción de las leyes 23.050 y 23.077, las cuales ampliaban la eximición de
prisión y disminuían las penas para el infanticidio, ocupación de inmuebles y
muchos otros delitos.
En cuanto a la administración
de la cosa pública, la burocracia y el despilfarro socialista se expandieron
desmesuradamente, y de ocho secretarías de Estado se pasó a 42; de 20
subsecretarías, a 96 y se nombró a 280.000 agentes públicos. Ferviente
admirador del eurocomunismo, Alfonsín logró que, en 1985, el 50% de los medios
de producción estuvieran en manos estatales y la Argentina se constituyó, poco
después, en el país no comunista de mayor estatismo del mundo, secundando a
Méjico.
En dicho lapso, se inauguró,
además, la execrable práctica clientelista consistente en traficar miseria con
“planes sociales”, los cuales, por entonces, estuvieron materializados en las
famosas “cajas de PAN”, las que fueron quintuplicadas con motivo del desparramo
de miseria que generó su “administración”, cuya cartera de economía fue
mayormente capitaneada por Juan Vital Sourrouille.
Tan amante de
la oratoria como de la pereza laboral, en 1986, por ejemplo, pronunció 130
discursos (uno cada dos días) y concurrió a su despacho 2,3 días por semana.
En materia económica, tras
pulverizar el signo peso, en 1985, lanzó el tristemente célebre plan Austral,
un programa estatista basado en la emisión de moneda sin respaldo y controles
de precios, el cual, por su perversión intrínseca, obviamente implosionó de
manera dramática, y, para paliar los destrozos económicos y financieros, el
“equipo de lujo” que lo asesoraba, (así calificó públicamente a sus ministros,
que no dejaron institución por destrozar), lanzó otra “genialidad”: el “Plan
Primavera”, inaugurado el 3 de agosto de 1988. El cual no era otra cosa que una
renovada aventura socialista que derivó en la hiperinflación más alta de la
historia argentina. Desde el 10 de diciembre de 1983 hasta su abandono del
poder, el 8 de julio de 1989, la inflación acumulada fue del 664.801
por ciento, la más alta en la historia mundial, después de la
Segunda Guerra Mundial. La depreciación monetaria fue del 1.627.429 por ciento,
y, entre el 6 de febrero y el 8 de julio de 1989, el Austral (signo monetario
de entonces) se devaluó un 3.050 por ciento.
Durante los cinco
años y medio de gestión progresista, el poder adquisitivo se desplomó entre un
107 y un 121 por ciento. La deuda externa recibida al comenzar su gestión
arañaba los 40 mil millones de dólares, mientras que, cuando huyó de su cargo,
dejó al país con 67 mil millones de dólares de deuda externa, treinta mil
millones de dólares de deuda interna (ambos guarismos fueron unificados en los
años 90), y sólo 38 millones de dólares de reserva en el Banco Central, con el
país en default y la gente peregrinando despavorida por los desabastecidos
mercados, para poder arrancar un paquete de azúcar o de yerba de las góndolas
semivacías de la década del 80.
Durante los
últimos tramos de su gobierno, en el país no había luz, (la televisión empezaba
a las 17, para que la gente no consumiera corriente eléctrica), no había agua,
no funcionaban los teléfonos, peligraba la reserva de gas y, en tanto,
Alfonsín seguía soñando en quedar en el olimpo de los próceres divagando con
“el traspaso de la Capital a Viedma” y otros emprendimientos faraónicos. La
sociedad empobrecida y angustiada escuchaba atónita el cúmulo de tonterías
verbalizadas por el presidente-desertor, quien se escapó de su cargo seis meses
antes de lo que ordenaba la Constitución Nacional, cuyo preámbulo se cansó de
recitar en su campaña electoral, a efectos de hacerse pasar por un “gran demócrata”,
que, además, no lo fue.
Tras su fuga, se dedicó a
perturbar la política nacional desde fuera del poder institucional, destruyendo
la Constitución Nacional en el ominoso “Pacto de Olivos” que él acordó con el
entonces presidente Carlos Menem, y que fuera la antesala de la pésima reforma
constitucional de 1994.
Ya en el año
2001, asociado implícitamente con Eduardo Duhalde, formó parte de la
conspiración desestabilizadora que acabó en el derrocamiento de su par y
correligionario, el presidente Fernando de la Rúa.1
Hoy 31 de marzo, a nueve años de su deceso, a través del grueso de
los medios de comunicación y redes sociales, periodistas, políticos,
funcionarios y opinólogos de las más diversas tendencias y orígenes se encargan
de homenajear y cantar loas a su persona. Por ende, desde estas líneas no
podemos dejar de manifestar nuestra indignación ante tan irresponsable y
desmemoriado ensalzamiento a una trayectoria plagada de horrores y
características negativas, puesto que esto último no sólo constituye un premio
inmerecido, sino que, además, se falsea la historia otra vez, pretendiendo
hacer pasar por estadista a quien fuera uno de los peores gobernantes de la
triste historia argentina
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