Conviene sincerarse
sobre una cuestión que pocos plantean y que es fundamental a la hora de
analizar los cruces entre el oficialismo y la Justicia. Como nos hallamos en un
país de biempensantes, todo lo que disuene con lo políticamente correcto nunca habrá
de encontrar espacio —por reducido que sea— en las páginas de los medios de
difusión escritos más importantes de la Argentina o en los programas de
televisión dedicados a repasar los temas de actualidad.
Parar mientes en la
judicatura criolla con arreglo a los presupuestos vigentes en Suiza, Alemania o
Norteamérica representa un sinsentido. Sin embargo, basta escuchar a la mayoría
de los analistas de la realidad para darse cuenta de que hablan como si
estuviéramos en alguno de aquellos lugares del primer mundo donde la República
—con el entramado institucional que le es propio— no resulta un mero cascarón,
vacío de substancia, como el que tenemos en estas playas. Rasgarse las
vestiduras, a semejanza de una vestal injuriada, en razón de que un funcionario
gubernamental haya departido de manera reservada con un camarista federal,
es algo así como quejarse de que las prácticas habituales de un prostíbulo no
se correspondan bien con las de una casa de familia.
Seamos honestos,
siquiera por una vez: el problema —para poner un ejemplo que viene al caso— no
es que el titular de los servicios secretos del Estado, Gustavo Arribas,
departiera en privado con Eduardo Farah, antes de conocerse el fallo que
benefició a Cristóbal López y Fabián de Sousa, sino que el macrismo carezca de
un operador de fuste para tratar asuntos de semejante trascendencia. Donde el
rule of law resulta una parodia, sería ridículo —o, peor aún, suicida— ponerse
en una postura principista y actuar cual si los tres poderes formales de la Constitución
fuesen verdaderamente independientes. Aquí no hay tal cosa desde hace mucho
tiempo y difícilmente la vaya a haber en las próximas décadas. Por lo tanto,
cualquier gobierno que se precie de tal y no desee intoxicarse de buenas
intenciones —que de nada sirven en la selva— lo que debe asegurarse es una
relación fluida y efectiva con la Corte Suprema y con los jueces federales como
condición necesaria para ejercer, en tiempo y forma, las funciones para las
cuales ha sido elegido.
Imaginar que en una
situación en donde rigen los códigos del Bajo Flores se puede obrar en
consonancia con las normas de la Confederación Helvética, sólo a un despistado
o a un político testimonial se le podría ocurrir. Por esta razón elemental, que
Mauricio Macri tenga a Daniel Angelici en el lugar reservado a los operadores
judiciales, no es de suyo escandaloso o cosa que se le parezca. Para
introducirse en los vericuetos de la Isla Maciel es preferible andar de la mano
del actual presidente de Boca Juniors antes que dejarse llevar por el más
reputado de los juristas de la Universidad de Oxford o Harvard.
Lo que hoy está a
la vista de todos —esto es, la pelea entre la Casa Rosada y la Corte Suprema,
parte de Comodoro Py y algunos jueces— no es nada nuevo. Lo que sí es inédito y
pone al descubierto las enormes falencias
de la administración de Cambiemos, es su forma de encarar una cuestión de tamaña delicadeza. Ante la
opinión pública simula tener principios suizos y dice respetar a rajatabla la
independencia de la Justicia. Como se da cuenta de que esto es —apenas— fulbito
para la tribuna, en paralelo designa a unos cuantos operadores ad hoc, con
el propósito de hablar con los jueces. Hasta aquí todo bien en razón de que,
ante la sociedad, no podría adoptar otra postura. Sólo que los operadores que
eligió se chocan entre ellos en los pasillos, tienen una llegada pobre a los
magistrados y carecen de instrucciones claras. Conclusión: un mamarracho, en
donde Macri, de tanto en tanto, recibe una serie de sonoros cachetazos.
En las últimas
semanas esto fue tan perceptible que no resulta menester pasar revista a los
hechos que se sucedieron sin solución de continuidad. La puesta en libertad de
los dueños de Indalo, seguida de las decisiones que beneficiaron, el 24 a la
madrugada, a Carlos Zannini y a Luis D’Elía, bastan como muestras. Hay, al
respecto, un común denominador que, por igual, cabe aplicar a todos y cada uno
de esos casos y, a su vez, los mismos tienen notas particulares. De éstas puede
prescindir el análisis. En cambio, poner atención en lo que resulta común, es
de la mayor importancia. Cuanto le pasa a Macri no le hubiese ocurrido nunca a
Carlos Menem o a los Kirchner. Es que los peronistas, de cualquier observancia
ideológica, saben cómo lidiar con los jueces. A diferencia del actual
presidente, que siente una animadversión especial hacia el tema y desde el
principio de su gestión erró en el diagnóstico y, por lógica consecuencia, en
el tratamiento.
Así como en materia
económica puso la responsabilidad en cabeza, cuando menos, de seis o siete
funcionarios —entre ministros, secretarios, viceministros y el titular del
Banco Central— en la cuestión que nos ocupa no eligió como interlocutor a una
persona de su íntima confianza, que conociese los estrados judiciales de toda
la vida. Fiel a su forma de hacer política, repartió la tarea entre cinco. A
ello debe sumársele la lentitud para remover a aquellos magistrados que habían
hecho profesión de fe kirchnerista durante los años en los cuales el matrimonio
patagónico gobernó el país. Sorprenderse, ahora, que algunos de entre ellos
—incluidos fiscales que, en su momento, juraron lealtades a la ex–procuradora—
hayan beneficiado con sus fallos a figuras emblemáticas de la constelación K,
es de una ingenuidad alarmante.
El proyecto de ley
recién conocido para facilitar el traslado de jueces federales de la misma
jurisdicción y de análogas competencias, que fue presentado por los diputados
Mario Negri y Pablo Tonelli, está bien encaminado. Al menos esta vez, Macri no
se equivocó. Pensado como respuesta a la sospechosa acordada de la Corte
Suprema de Justicia, la movida del Poder Ejecutivo apunta a evitar
interpretaciones antojadizas —como parece ser la del supremo tribunal de
justicia— sobre el mencionado tema.
La justicia en la
Argentina es una expresión más de la política. Como poder subordinado espera
recibir instrucciones para, en términos generales, actuar en consonancia con el
Ejecutivo. Estamos en el Riachuelo y no en el Danubio Azul. Con la
particularidad de que si la Casa Rosada no se anima a dar órdenes o las que da
resultan confusas, los jueces disparan para cualquier lado.
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