jueves, 5 de abril de 2018

Mal diagnóstico y peor tratamiento. Por Vicente Massot



Conviene sincerarse sobre una cuestión que pocos plantean y que es fundamental a la hora de analizar los cruces entre el oficialismo y la Justicia. Como nos hallamos en un país de biempensantes, todo lo que disuene con lo políticamente correcto nunca habrá de encontrar espacio —por reducido que sea— en las páginas de los medios de difusión escritos más importantes de la Argentina o en los programas de televisión dedicados a repasar los temas de actualidad.
Parar mientes en la judicatura criolla con arreglo a los presupuestos vigentes en Suiza, Alemania o Norteamérica representa un sinsentido. Sin embargo, basta escuchar a la mayoría de los analistas de la realidad para darse cuenta de que hablan como si estuviéramos en alguno de aquellos lugares del primer mundo donde la República —con el entramado institucional que le es propio— no resulta un mero cascarón, vacío de substancia, como el que tenemos en estas playas. Rasgarse las vestiduras, a semejanza de una vestal injuriada, en razón de que un funcionario gubernamental haya departido de manera reservada con un camarista federal, es algo así como quejarse de que las prácticas habituales de un prostíbulo no se correspondan bien con las de una casa de familia.
Seamos honestos, siquiera por una vez: el problema —para poner un ejemplo que viene al caso— no es que el titular de los servicios secretos del Estado, Gustavo Arribas, departiera en privado con Eduardo Farah, antes de conocerse el fallo que benefició a Cristóbal López y Fabián de Sousa, sino que el macrismo carezca de un operador de fuste para tratar asuntos de semejante trascendencia. Donde el rule of law resulta una parodia, sería ridículo —o, peor aún, suicida— ponerse en una postura principista y actuar cual si los tres poderes formales de la Constitución fuesen verdaderamente independientes. Aquí no hay tal cosa desde hace mucho tiempo y difícilmente la vaya a haber en las próximas décadas. Por lo tanto, cualquier gobierno que se precie de tal y no desee intoxicarse de buenas intenciones —que de nada sirven en la selva— lo que debe asegurarse es una relación fluida y efectiva con la Corte Suprema y con los jueces federales como condición necesaria para ejercer, en tiempo y forma, las funciones para las cuales ha sido elegido.
Imaginar que en una situación en donde rigen los códigos del Bajo Flores se puede obrar en consonancia con las normas de la Confederación Helvética, sólo a un despistado o a un político testimonial se le podría ocurrir. Por esta razón elemental, que Mauricio Macri tenga a Daniel Angelici en el lugar reservado a los operadores judiciales, no es de suyo escandaloso o cosa que se le parezca. Para introducirse en los vericuetos de la Isla Maciel es preferible andar de la mano del actual presidente de Boca Juniors antes que dejarse llevar por el más reputado de los juristas de la Universidad de Oxford o Harvard.
Lo que hoy está a la vista de todos —esto es, la pelea entre la Casa Rosada y la Corte Suprema, parte de Comodoro Py y algunos jueces— no es nada nuevo. Lo que sí es inédito y pone al descubierto las enormes falencias de la administración de Cambiemos, es su forma de encarar una cuestión de tamaña delicadeza. Ante la opinión pública simula tener principios suizos y dice respetar a rajatabla la independencia de la Justicia. Como se da cuenta de que esto es —apenas— fulbito para la tribuna, en paralelo designa a unos cuantos operadores ad hoc, con el propósito de hablar con los jueces. Hasta aquí todo bien en razón de que, ante la sociedad, no podría adoptar otra postura. Sólo que los operadores que eligió se chocan entre ellos en los pasillos, tienen una llegada pobre a los magistrados y carecen de instrucciones claras. Conclusión: un mamarracho, en donde Macri, de tanto en tanto, recibe una serie de sonoros cachetazos.
En las últimas semanas esto fue tan perceptible que no resulta menester pasar revista a los hechos que se sucedieron sin solución de continuidad. La puesta en libertad de los dueños de Indalo, seguida de las decisiones que beneficiaron, el 24 a la madrugada, a Carlos Zannini y a Luis D’Elía, bastan como muestras. Hay, al respecto, un común denominador que, por igual, cabe aplicar a todos y cada uno de esos casos y, a su vez, los mismos tienen notas particulares. De éstas puede prescindir el análisis. En cambio, poner atención en lo que resulta común, es de la mayor importancia. Cuanto le pasa a Macri no le hubiese ocurrido nunca a Carlos Menem o a los Kirchner. Es que los peronistas, de cualquier observancia ideológica, saben cómo lidiar con los jueces. A diferencia del actual presidente, que siente una animadversión especial hacia el tema y desde el principio de su gestión erró en el diagnóstico y, por lógica consecuencia, en el tratamiento.

Así como en materia económica puso la responsabilidad en cabeza, cuando menos, de seis o siete funcionarios —entre ministros, secretarios, viceministros y el titular del Banco Central— en la cuestión que nos ocupa no eligió como interlocutor a una persona de su íntima confianza, que conociese los estrados judiciales de toda la vida. Fiel a su forma de hacer política, repartió la tarea entre cinco. A ello debe sumársele la lentitud para remover a aquellos magistrados que habían hecho profesión de fe kirchnerista durante los años en los cuales el matrimonio patagónico gobernó el país. Sorprenderse, ahora, que algunos de entre ellos —incluidos fiscales que, en su momento, juraron lealtades a la ex–procuradora— hayan beneficiado con sus fallos a figuras emblemáticas de la constelación K, es de una ingenuidad alarmante.
El proyecto de ley recién conocido para facilitar el traslado de jueces federales de la misma jurisdicción y de análogas competencias, que fue presentado por los diputados Mario Negri y Pablo Tonelli, está bien encaminado. Al menos esta vez, Macri no se equivocó. Pensado como respuesta a la sospechosa acordada de la Corte Suprema de Justicia, la movida del Poder Ejecutivo apunta a evitar interpretaciones antojadizas —como parece ser la del supremo tribunal de justicia— sobre el mencionado tema.
La justicia en la Argentina es una expresión más de la política. Como poder subordinado espera recibir instrucciones para, en términos generales, actuar en consonancia con el Ejecutivo. Estamos en el Riachuelo y no en el Danubio Azul. Con la particularidad de que si la Casa Rosada no se anima a dar órdenes o las que da resultan confusas, los jueces disparan para cualquier lado.

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