La aparición de Aldo Rico en el desfile militar del
pasado 9 de julio y las posteriores declaraciones del Ministro Aguad, quien
refiriéndose a las sublevaciones carapintadas las calificó como “un episodio
muy chiquito”, han tenido la virtud de traer a la memoria aquellos hechos, ya
un tanto lejanos, a la par que han reavivado la histeria democrática de
políticos, comentaristas y periodistas varios. De pronto se nos vino el 87: la
Semana Santa, Alfonsín, las “Felices pascuas, la casa está en orden”, el grupo de militares
sublevados que lo que menos pensaban era derrocar al gobierno ya que todo se
limitaba a una interna militar, esto es, los mandos medios contra la ineptitud
y la defección de los altos mandos.
Dictadura o Democracia, tal el lema
impuesto por el establishment democrático en aquellos años y
reflotado hoy. Pero se trata de una enorme falacia. Los
carapintadas jamás cuestionaron la democracia ni tuvieron entre sus objetivos
acabar con el gobierno de Alfonsín. Así lo reconoció, por otra parte,
expresamente en su sentencia el Tribunal que tuvo a su cargo el juzgamiento de
los responsables del levantamiento.
No hubo nunca intento alguno de golpe de Estado.
Ese fue el recurso de la propaganda del régimen a fin de escamotear la verdad
de lo que estaba ocurriendo. En efecto, era más redituable a los fines del
Gobierno y de la entera partidocracia montar un escenario de golpismo militar
(con todo lo que ello implicaba), convocar a la ciudadanía a “defender la
democracia” aun al precio de llevar civiles armados a Campo de Mayo exponiendo
irresponsablemente a muchos de ellos a una masacre (cosa que gracias a Dios y
al buen tino de los sublevados no ocurrió), era, repetimos, más redituable
alimentar esa farsa que reconocer la verdadera naturaleza del movimiento
militar y la gravísima responsabilidad que le cabía tanto
al Gobierno como a la cúpula castrense en el desencadenamiento de los episodios
en curso. (en relación a la ilógica reducción presupuestaria y los muy bajos sueldos
del personal militar).
Las verdaderas
razones del carapintadismo
Los carapintadas
fueron el fruto de una inédita crisis de autoridad militar y política. Para
entender lo que pasó es necesario decir algo que casi nadie dice pese a ser el
hecho más relevante de la historia contemporánea de la Argentina. Tal hecho es
que la Democracia impuesta a palos a partir de 1983 fue hija de la derrota de
Malvinas. Fue, salvando las distancias y mutatis mutandis, nuestro
Versalles.
La derrota de Puerto Argentino tuvo, (y sigue
teniendo), pesadísimas consecuencias: fuimos desarmados, se nos impuso -como a
la Alemania de 1918- la humillación y la indefensión. Nuestras Fuerzas Armadas
tenían que ser destruidas, desmovilizadas material y moralmente, reducidas a la
nada como tributo de nuestra derrota. Y así se hizo. El Gobierno de Alfonsín
tuvo a su cargo llevar a cabo ese siniestro objetivo; lo cumplió acabadamente y
continuaron y continúan cumpliéndolo los gobiernos que le sucedieron hasta el
día de hoy. (Menem, De la Rúa, Duhalde,
los Kirchner y Macri, dieron plena satisfacción a las exigencias de Inglaterra,
usurpadora de nuestras Islas Malvinas: sacar de servicio el portaaviones ARA
“25 de Mayo”, destruir el misil Cóndor II, clausurar la Fábrica TAMSE del
Tanque Argentino Mediano, desmantelar el Astillero Almirante Domecq García y los
4 submarinos TR 1700 a medio construir, gemelos del hundido ARA San Juan, etc,
sumado todo esto a la ridícula reducción presupuestaria para las Fuerzas
Armadas, se ha logrado el total estado de indefensión de la Argentina: sin
aviones de combate, buques que se hunden y una casi total falta de días de
navegación, horas de vuelo y adiestramiento operativo conjunto de las tres
fuerzas.)
Prueba de lo que decimos es que este fenómeno de
desarme total sólo se dio en nuestro país. Nuestros vecinos, que pasaron
también por similares procesos de transición de gobiernos militares a gobiernos
democráticos, no experimentaron nada semejante. Hubo sí, juicios y prisiones
para los militares (aunque en escala incomparablemente menor) pero las Fuerzas
Armadas no sufrieron merma alguna en su capacidad operativa. Basten los
ejemplos de Brasil, Chile y Uruguay. El instrumento principal (pero no único)
al que se echó mano para consumar la voluntad de los vencedores fue la llamada
“política de derechos humanos”, la que en Argentina se aplicó con extremo rigor
y singular virulencia. Y aquí se inserta, como veremos, el fenómeno
carapintada.
Contrariamente a lo sucedido, tras el inicuo
Tratado de Versalles, en Alemania, cuyos jefes militares supieron sobreponerse
con admirable espíritu a las duras imposiciones de los vencedores manteniendo
viva y bien alta la moral de combate, en Argentina nuestras cúpulas militares
tuvieron, en general, una actitud de vergonzoso derrotismo, de conformismo
deshonroso y de abandono de sus subalternos. Cuando comenzaron a llegar las
citaciones de los tribunales y la amenaza cierta de cárcel para quienes sólo
habían cumplido órdenes, estalló la crisis. El mando se quebró y así, ante la
falencia palmaria de los superiores, cobraron necesariamente protagonismo los
mandos intermedios.
Este fue el origen del llamado movimiento
carapintada; y esa fue, casi, su única razón de ser: frenar la marea de juicios
y de cárcel ante la ofensiva ideológica del Gobierno civil y la abdicación del
Mando militar. Algunos de sus líderes vieron un poco más allá y avanzaron hacia
reivindicaciones que tenían que ver con el pavoroso proceso de indefensión que
se cumplía sin pausa. Esta fue la innegable cuota de dignidad y de
nobleza que debe serle reconocida. Hasta los mismos jueces que condenaron a
esos líderes admitieron que habían actuado movidos por altos ideales de
dignidad y honor.
Gracias y
desgracias del Movimiento Carapintada
No obstante, y esto también deber ser dicho, la
evolución posterior del movimiento carapintada deja un saldo de luces y
sombras. El carapintadismo, en efecto, tuvo ciertos logros. El más
significativo, sin duda, las Leyes de Punto Final y Obediencia Debida. Estas
leyes conseguidas por los “héroes de Malvinas” (como los llamó Alfonsín en
aquel discurso de Pascua a su regreso de Campo de Mayo) fueron beneficiosas en
orden a la pacificación nacional y lograron que muchos subalternos, en su
mayoría en actividad por entonces, citados a juicio por los tribunales de la
venganza, pudieran permanecer en libertad durante casi veinte años al cuidado
de sus hijos y sus familias. No fue poco, sin duda.
Sin embargo, no pudo frenar el proceso de sostenido
desmantelamiento del aparato militar que nos ha llevado a esta situación de
indefensión inédita en toda nuestra historia. La fractura de la cadena de
mandos en el Ejército trajo aparejadas consecuencias graves en orden a la
disciplina que no pueden obviarse en un análisis objetivo. En este sentido, el
segundo episodio, el de Monte Caseros, careció por completo de razones
objetivamente válidas y obedeció más a cuestiones de reivindicaciones personales.
Por aquella época, Rico desoyó los prudentes
consejos de algunos camaradas de su misma graduación y de algunos amigos
civiles y los sustituyó por una suerte de “Estado Mayor” constituido por
capitanes. Esto nos consta de manera directa ya que por circunstancias que no
viene al caso detallar fuimos testigos de ciertos hechos que así lo confirman.
A nadie escapa que en una institución eminentemente
jerárquica como el Ejército, semejante situación tenía que terminar produciendo
caos, desconcierto y dispersión ad intra del mismo sector
carapintada. Por eso nos contamos entre los muchos que le pedimos al
Coronel Seineldín su regreso al país a fin de que con su enorme prestigio -un
prestigio que trascendía los sectores entonces enfrentados- pudiera de algún modo
recomponer el mando, la unidad y la disciplina. También estuvimos entre los
muchos que le aconsejamos al Coronel que desistiera del levantamiento del 3 de
diciembre de 1990 (el último de la “serie” carapintada) por considerarlo
inoportuno e inviable.
Por último, la posterior incursión de algunos
líderes carapintadas en la política y su inserción en el sistema de los
partidos dio paso a otra historia que también está pendiente de una adecuada
evaluación.
A la vuelta del tiempo, ¿fue el movimiento carapintada
un acontecimiento “muy chiquito” como sostuvo el Ministro Aguad? Sí y no. Fue
“chiquito” si se intenta hacer de él una epopeya democrática, una suerte de
gesta que salvó a la democracia naciente y aún débil como insiste en
presentarlo la historia oficial. Nada de eso. Es uno de los tantos relatos
mentirosos a los que nos tiene acostumbrados esta democracia nacida de la
derrota de Malvinas. Por otra parte, Alfonsín pudo decir “la casa está en
orden” sólo porque había aceptado en alguna medida las razones o presiones de
los jefes carapintadas en Campo de Mayo. En este sentido, Aguad tiene razón y,
quizás sin proponérselo, tuvo un rapto de sinceridad.
Pero no fue nada “chiquito” para quienes hicieron
lo que pudieron por defender a nuestras Fuerzas Armadas y lo perdieron todo.
Nos tocó acompañar el sufrimiento de tantas familias militares, el fin de
tantas carreras prometedoras y aún brillantes tronchadas, los duros años de
presidio. Al término de los cuatro episodios que jalonaron la historia
del carapintadismo, la derrota fue total por lo que hubo cada vez
más familias que acompañar y auxiliar, muchísimos más oficiales y suboficiales
seriamente comprometidos en procesos judiciales que requirieron defensores ante
los tribunales militares (entonces funcionaba todavía la justicia militar como
funciona en casi todos los países del mundo a pesar de que ya el alfonsinismo
le había dado un golpe de muerte al sujetarla a la revisión de los tribunales
civiles).
Al final, tenían
razón
Insistimos en que cuanto llevamos dicho nos consta
por directo conocimiento y creemos oportuno traer, precisamente ahora cuando el
tema ha sido reflotado, nuestro modesto testimonio. El carapintadismo fue la
eclosión dolorosa, inorgánica y aún desesperada ante una grave situación que
quienes debieron verla y actuar en consecuencia no la vieron. Lo que un
Teniente Coronel, primero, y un Coronel, después, encabezaron arrastrando tras
de ellos a no pocos que se contaban entre los mejores, no puede reducirse al
simplismo de considerarlo el último residuo del golpismo militar.
No son ellos, los que protagonizaron aquellos
hechos, los que deben ser juzgados sino más bien el juicio histórico ha de
recaer sobre quienes tuvieron en esos momentos la responsabilidad de conducir
las instituciones militares y el poder civil que fue el agente de la
sistemática indefensión de la Nación. Las cúpulas militares son particularmente
responsables pues asistieron irresolutas e impávidas ante esa obra demoledora
de indefensión acompañada de una persecución judicial que afectaba a sus
subalternos.
En cambio, y en contraste con lo anterior,
recordamos algunos alegatos judiciales que han quedado como testimonio de la
verdadera historia. Para muestra mencionaremos solamente tres. Primero, el del
Coronel Seineldín que fue una rigurosa exposición militar, acompañada de todos
los recursos didácticos de la época, sobre el estado de la situación de
nuestras Fuerzas Armadas y la Defensa Nacional. Nos consta que al término de
esta exposición algunos miembros del Tribunal se acercaron a agradecerle al
Coronel por haberlos ilustrado. El segundo, el sobrio, exacto alegato del Mayor
Romero Mundani que conmovió enormemente al auditorio pensando sobre todo en el
suicidio de su hermano Coronel. El tercero, el del Capitán Breide Obeid que fue
un apasionado alegato político y doctrinal que, con entraña y estilo, sacudió
la frialdad del ambiente jurídico.
Recordando aquellos alegatos podemos decir que,
después de todo, pasó lo que los carapintadas supieron ver con anticipación: al
final la demolición de nuestra defensa se consumó y hoy, gracias a la mentida
“lesa humanidad”, comparten la cárcel antiguos carapintadas y sus otrora
adversarios caralavadas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario