En conclusión, en América Latina, a la guerra convencional contra el “narcotráfico” y el “terrorismo” (con un indudable trasfondo de intereses geopolíticos en juego), debemos sumar la guerra jurídica, en el marco de una guerra híbrida librada contra los procesos de cambio que atentan contra la vía neoliberal.
La mega causa del Lava Jato en Brasil, que condujo al golpe contra el gobierno de Dilma Rousseff y al reciente encarcelamiento de Lula da Silva; las causas abiertas contra Cristina Fernández de Kirchner y ex-funcionarios de su gobierno en Argentina; el encarcelamiento del ex-vicepresidente Jorge Glas y la amenaza de juicio penal contra el ex-presidente Rafael Correa en Ecuador, tal como trascendió esta última semana, son algunos ejemplos de la presencia del lawfare en la región.El lawfare puede ser definido como una persecución política por la vía judicial. En América Latina es cada vez más frecuente la utilización de esta estrategia, en un proceso de reflujo de los gobiernos progresistas y el avance de la derecha neoliberal.
Esta persecución tiene como objetivo la expulsión/aniquilación de sectores, personalidades y proyectos de la esfera política formal; es decir, “eliminar al adversario por la vía judicial”.
Debe recordarse que el concepto de lawfare proviene del ámbito militar, acuñado por el general Charles Dunlap, para quien el concepto “describe un método de guerra no convencional en el que la ley es usada como un medio para conseguir un objetivo militar”. Se trata de una “guerra” que, en este caso, se dirime en el terreno jurídico/legal y, por ello, hay características que adquieren visibilidad e importancia bajo la lupa de la geopolítica (en general, ausente en las discusiones de la opinión pública).
Hasta ahora, el lawfare -ejemplificado de manera muy gráfica en el impeachment a Dilma Rousseff y el encarcelamiento de Lula Da Silva en Brasil- se muestra como un mecanismo que ha ganado legitimidad y aceptación para la reinstalación de la vía neoliberal, en tanto camino exitoso para combatir la “corrupción endémica en la clase política” -retórica que suele asociarse especialmente a partidos y gobiernos progresistas-.
La “corrupción” como detonante
Esta “lucha contra la corrupción” fue enarbolada tempranamente por organismos e instituciones que han trabajado arduamente para instalar el neoliberalismo como única vía posible en América Latina: Banco Mundial (BM), Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID).
El ajuste estructural iniciado en los’80 fue, en buena medida, justificado por la necesidad de cortar el “derroche” del Estado y aguar la fiesta a los políticos corruptos, lo que se extendió a “los políticos”, en general.
El resultado buscado era (y sigue siendo) que la lógica empresarial sea el horizonte de la praxis política. Se trata de deslegitimar la esfera de lo público, contraponiendo lo público -asociado a la politización, la corrupción y la ineficiencia- frente a lo privado, que sería aséptico ideológicamente, impoluto y eficiente.
Con la llegada de gobiernos progresistas, los medios de comunicación hegemónicos retomaron esta bandera como uno de los principales argumentos contra las administraciones públicas: el derroche del Estado, el enriquecimiento de los líderes a costa de las masas empobrecidas, etc.
Lo que a inicios del siglo XXI era algo más bien “incipiente” e intermitente, adquirió protagonismo y permanencia al concluir la primera década. La corrupción se fue transformando en el discurso aglutinador de todos los errores y males de los gobiernos de turno: medios masivos, voces expertas de think tanks y ONGs destinaron tiempo, análisis, informes y opiniones en las redes sociales y medios hegemónicos afines sobre este fenómeno que se muestra como un “cáncer” que carcome las bases de la democracia.
En los últimos años, la “guerra contra la corrupción” jugó un rol fundamental en el giro de timón a nivel regional, contribuyendo al retorno de las derechas (por la vía del golpe o de elecciones) al liderazgo en la esfera política formal. Los nuevos gobiernos en Brasil, Argentina o Ecuador se pronuncian inequívocamente del lado de la “ley”, comprometidos a acabar con la malversación de fondos estatales, con el derroche y la ineficiencia de los años de progresismo.
Un dato curioso es que, desde el ámbito militar, se postula que la corrupción constituye una de las principales amenazas para la seguridad continental, uno de los problemas más graves de América Latina que afectaría a EE.UU. El almirante Kurt Tidd, comandante del Comando Sur, así lo ha advertido en sus alocuciones al Congreso de EE.UU. y en diversos informes; su antecesor y actual jefe de gabinete de Trump, John F. Kelly, apuntaba algo similar hace un par de años. Según esta visión, la corrupción es peor que el narcotráfico, porque mina los pilares de la democracia.
Algunos analistas llegan a afirmar que la corrupción en América Latina hace más permeable al Estado y abre las puertas a la penetración de grupos terroristas, lo que implica un desafío geopolítico para EE.UU. dada su vecindad.[8] Desde esta concepción de corrupción como amenaza a la democracia y a la seguridad, se construye un vínculo con el lawfare. Lucha contra la corrupción y guerra jurídica confluyen no sólo en el ámbito de la manufacturación de consentimiento pautada desde los medios de comunicación hegemónicos, sino en esferas menos visibles a los ojos de la opinión pública: la de los intereses geopolíticos y geoeconómicos.
Lawfare como estrategia de guerra híbrida para el cambio de régimen
Desde inicios del siglo XXI está cobrando fuerza un nuevo concepto entre los analistas militares, el de “guerra híbrida”. Si bien todavía es un término que necesita mayor precisión y asentamiento, existe cierto consenso en que la guerra híbrida sería una combinación de la guerra regular, de la guerra irregular y la asimétrica.
Se trata de un tipo de guerra que puede ser ejercida por actores estatales o no estatales que actúan “incorporando todo el espectro de modos de guerra, incluyendo todas las capacidades militares convencionales, tácticas y unidades de combate no convencionales, de acciones terroristas, caos desafiante, violencias discriminatorias, ciberguerra, guerra financiera, mediática, etc.”
La ventaja de su uso para los actores estatales radica en pueden realizar acciones de guerra “que pueden ser en, gran medida, no imputables y, por tanto, aplicables en aquellas situaciones en las que acciones más abiertas -y atendiendo a su grado de exposición-, podrían generar rechazo”. Recordemos que las intervenciones en la década de los ’90 en la ex Yugoslavia o en Irak sacaron a la luz el “punto débil del liderazgo occidental”, “la alta sensibilidad a la opinión pública”.
El lawfare constituye, por tanto, un instrumento de la guerra híbrida encaminado al propósito de “erosionar y deslegitimar el prestigio interno y externo, la reputación y el apoyo de una fuerza militar superior, un aparato estatal u organizaciones internacionales”. En este caso, manipulando la ley para llevar a cabo cambios de régimen que tendrían mayores costos políticos, en términos de imagen pública, si se dieran a través de los golpes militares tradicionales.
El hecho de que la mayoría de procesos judiciales, sentencias, denuncias o insinuaciones por casos de corrupción, se concentren en ex-mandatarios o mandatarios latinoamericanos de gobiernos progresistas (aunque no exclusivamente), da pistas de que nos encontramos ante una novedosa estrategia de disputa geopolítica.
Cabe recordar que durante el ciclo político que se inaugura con la victoria electoral de Hugo Chávez en Venezuela en 1998 -seguida de distintos triunfos de una plural izquierda regional- los países gobernados por la izquierda en América Latina emprendieron una serie de políticas soberanas tanto en lo político, como en lo económico y lo militar, en distintos grados e intensidades.
Estas políticas fueron reforzadas con la creación de organismos de integración y/o concertación política de carácter latinoamericanista que mostraban una visión geopolítica alternativa a la de los intereses estadounidenses. Los golpes de Estado judiciales, o las derrotas electorales empezaron a modificar el mapa político dando lugar a una reversión conservadora.
De hecho, parte del giro a la derecha en los gobiernos de la región se ha materializado en importantes modificaciones en el plano geopolítico, considerando especialmente la carrera por acceso a recursos estratégicos (petróleo, agua, biodiversidad). Ello, a su vez, se plasma en modificaciones de lineamientos de seguridad y defensa que van redefiniendo roles de las Fuerzas Armadas (FF.AA.) a nivel nacional-regional (incluida la función y visibilidad de los militares en la esfera política) y sus vínculos a nivel internacional: ejercicios de entrenamiento y capacitación, compra de armas, desarrollo científico-tecnológico asociado al complejo industrial de la seguridad, etc. Todo esto opera en paralelo y como complemento del giro hacia la derecha.
Algunos ejemplos
En el caso de Brasil, como hemos advertido en varias oportunidades, los intereses del complejo industrial militar de EE.UU., las petroleras y empresas de desarrollo de tecnologías de seguridad y ciberseguridad (incluidas las empresas israelíes) han adquirido gran protagonismo desde el golpe a Dilma Rousseff, apuntalado por discursos y prácticas que legitiman esta presencia.
En Argentina, el martes 5 de junio el bloque oficialista presionó para sesionar sobre el desafuero de Cristina Fernández de Kirchner, en el marco de la causa Nisman (la votación se pospuso hasta fin de año). Por un lado, es una continuidad del lawfare contra el Gobierno anterior, con el objetivo de expulsar de la esfera política formal a una de las líderes de la oposición. Recientemente, la Cámara Federal argentina volvió a arremeter contra la ex-presidenta argumentando que el fiscal Alberto Nisman fue asesinado y que el motivo fue la denuncia del fiscal contra el Gobierno de Cristina Fernández por haber firmado un memorándum con Irán.
La asociación (sin pruebas) de la ex-mandataria con el caso Nisman abre un enlace con el “terrorismo internacional” (siendo Irán una amenaza clave) en un proceso de alineación del actual gobierno de Macri al discurso y recetas de la guerra contra las drogas + guerra contra el terrorismo, impulsada desde EE.UU. Esto se tradujo en una mayor articulación con fuerzas de seguridad estadounidense en la Triple Frontera (incluida la Administración de Control de Drogas, DEA) para la lucha antinarcóticos, y por la presunta presencia de Hezbollah (en actividades delictivas, lavado de dinero, etc.). La Argentina, a su vez, está liderando el comité antiterrorista en la OEA.
En Ecuador, por su parte, el ex vicepresidente Jorge Glas se encuentra encarcelado por presuntos delitos de corrupción con la empresa brasileña Odebrecht, una de las grandes protagonistas de la “cruzada contra la corrupción” -en buena medida pautada desde el Departamento de Justicia de EE.UU.[-. El caso Glas se enmarca en un giro de timón dado por la gestión de Moreno hacia posturas amigables con el derrotero neoliberal, incluyendo un acercamiento EE.UU. que incluye, entre otras cuestiones, el haberle quitado la seguridad adicional a Julian Assange, refugiado en la Embajada ecuatoriana en Londres.
En este cambio de rumbo, que procura mostrar distancia respecto a la anterior gestión, resulta fundamental “ajusticiar” al máximo representante del previo proyecto de país, Rafael Correa. En las primeras semanas de junio, el Fiscal General, a través de la Corte Nacional de Justicia, lanzó un pedido de enjuiciamiento penal contra Correa por su supuesta implicación en una causa de secuestro. De acuerdo a representantes de la bancada correísta, la declaración es improcedente porque debería ser la Asamblea Nacional la que emita dicha autorización.
En Venezuela, la creación de un Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) en el “exilio”, paralelo al existente en territorio venezolano y avalado por la OEA, podría ser utilizado como “tribunal híbrido” dispuesto a intervenir, amparándose en la doctrina de la “responsabilidad de proteger” que justificó “intervenciones humanitarias” de EE.UU. en Haití o la ex Yugoslavia.
A modo de cierre
Estos ejemplos permiten introducirnos en la hipótesis de las guerras híbridas como conjunto de estrategias que operan -a veces de modo paralelo y combinado- en espacios en disputa con recursos estratégicos clave, donde existen tensiones políticas y escenarios “inestables”, de polarización o de conflictividad. Con ellos recuperamos el argumento inicial sobre lawfare, rescatando su costado militar y recordando que “es una forma de presionar legalmente al opositor actuando, en muchas ocasiones, de modo conjunto con operaciones militares que obligarán al enemigo a defenderse en diferentes áreas”.
Desde esta perspectiva y atendiendo al modo en que se viene implementando el lawfare en la región, entendemos que la guerra jurídica forma parte de un concepto más amplio (en tiempo y espacio) de guerra, la denominada “guerra híbrida”. De hecho, el concepto acuñado por el General Dunlap fue publicado por primera vez en un libro titulado Unrestricted Warfare, es decir, guerra irrestricta (o de amplio alcance) que podría, sin demasiado problema, coincidir con objetivos y alcance de la guerra híbrida.
En conclusión, en América Latina, a la guerra convencional contra el “narcotráfico” y el “terrorismo” (con un indudable trasfondo de intereses geopolíticos en juego), debemos sumar la guerra jurídica, en el marco de una guerra híbrida librada contra los procesos de cambio que atentan contra la vía neoliberal.
Esta guerra jurídica es sólo una de las modalidades que se están aplicando para modificar el mapa económico, político y de seguridad latinoamericano, pues una de las características de la guerra híbrida es la simultaneidad de tácticas, objetivos y escenarios bélicos.
Las guerras híbridas han llegado para quedarse, de modo que su estudio y comprensión son clave para anticipar y poner en evidencia sus mecanismos de funcionamiento.
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