Una política conjunta entre liberales clásicos, conservadores y nacionalistas, dadas las circunstancias actuales y los condicionamientos que siempre existen en la vida política, se puede lograr del siguiente modo, sin caer en un sincretismo confuso: diseñar una plataforma partidaria con propuestas de mínima, sin desconocer las de máxima y cediendo cada uno en algo por vía de tolerancia. Un programa que defienda los valores tradicionales (religión, patria, familia), el federalismo republicano, la descentralización político- administrativa, la autonomía municipal, una economía social de mercado, el fomento de los cuerpos intermedios, la ley natural, y todo teniendo como punto de referencia la Constitución Nacional (sobre todo sus “contenidos pétreos”) y la Doctrina Social de la Iglesia (como autoridad normativa para los católicos o como una autoridad moral cualificada para los no católicos). En todo caso, las diferencias de máxima que existen en varios temas (proteccionismo/librecambismo, confesionalidad/laicidad aconfesional, derechos individuales/derechos sociales, corporativismo/partidos políticos, distinta concepción acerca del bien común o la libertad religiosa, constitucionalismo tradicional vs constitucionalismo liberal, etc) serían parte del pluralismo «de hecho» (no de derecho, al menos en temas que objetivamente no son opinables) hacia adentro de esta alianza política. Dicha convergencia de mínimos, de naturaleza táctica, permitiría además enfrentar de manera conjunta la dictadura del relativismo, la cultura de la muerte, la ideología de género, el marxismo cultural, el progresismo, el setentismo como política de estado, el garantismo abolicionista, el globalismo mundialista, la democracia totalitaria de origen rousseauniano, el Socialismo del Siglo XXI, el populismo, el capitalismo prebendario (nacional o internacional) y los totalitarismos de izquierda como de derecha. Pero antes de proseguir, aclararemos a qué nos estamos refiriendo cuando hablamos de liberalismo clásico, conservadorismo y nacionalismo.
El liberalismo clásico
El liberalismo clásico nació entre los siglos XVII- XVIII como reacción frente al absolutismo monárquico, siendo sus referentes fundacionales John Locke, Adam Smith, Adam Ferguson, Hamilton, Madison, Jay y Benjamín Constant, entre otros. Se trata de una corriente política que defiende la dignidad y las libertades de la persona humana mediante un orden político basado en la democracia republicana, el constitucionalismo, la descentralización político- administrativa, la división de poderes, el capitalismo y el control de constitucionalidad, pudiendo estar enmarcado axiológicamente en distintas y aun opuestas concepciones filosóficas (sobre todo el individualismo, el utilitarismo o el personalismo cristiano). Hemos hecho nuestras críticas al liberalismo clásico en dos escritos: Los neomaritaineanos[1] y Liberalismo clásico, constitucionalismo y orden social cristiano[2]. Pero a pesar de ello, hay que decir que esta corriente tiene enormes diferencias y ventajas frente al liberalismo progresista o constructivista de Rousseau y los iluministas franceses, cuya confluencia con el socialismo ha dado lugar a la socialdemocracia. El liberalismo clásico está expresado en la actualidad por la Escuela Austríaca, la Economía Social de Mercado, la Escuela de Chicago y la del Public Choice. Con el liberalismo conservador de inspiración cristiana (que es el que nos interesa), cuyos representantes más importantes son Alexis de Tocqueville, Mons. Dupanloup, Lacordaire, Montalembert, Antonio Rosmini, Federico Ozanam, Lord Acton y Maritain tenemos grandes diferencias, pero en esta propuesta de mínima hay coincidencias importantes como el rol de la Iglesia Católica en la vida pública (más allá de la disputa entre maritaineanos y antimaritaineanos acerca de la catolicidad del Estado), la defensa de la vida humana inocente y la familia, el reconocimiento de valores tradicionales no negociables ni sujetos a las decisiones de mayorías populares o parlamentarias y la oposición a la agenda globalista, sea neoconservadora o socialdemócrata. En tal sentido, referentes actuales como Agustín Monteverde, Gabriel Zanotti o Agustín Laje son aliados importantes
El conservadorismo
El conservadorismo moderno, por su parte, nació en Inglaterra con la figura de Edmund Burke (1729- 1797), el primer gran crítico del racionalismo iluminista y laicista de la Revolución Francesa de 1789. Burke defendía la importancia de los valores tradicionales (religión, patria, familia, propiedad privada) junto con la necesidad de un gobierno limitado, de libertades concretas de personas y cuerpos intermedios, y de una sana economía de mercado. Su influencia fue importante en algunos Padres Fundadores de los EE.UU como John Adams, en el tradicionalismo europeo contrarrevolucionario, en la vertiente conservadora del liberalismo clásico (Tocqueville, Bertrand de Jouvenel, W. Röpke, Hayek) y en el renacimiento del conservadorismo anglosajón a partir de los años 50, a través de pensadores como Russell Kirk, Robert Nisbet, Wilmoore Kendall, Roger Scruton y políticos al estilo de Barry Goldwater, Richard Nixon, Ronald Reagan o Pat Buchanan. También está presente en la actual “ola conservadora” antiglobalista, todo lo confusa y heterogénea que se quiera, pero que expresa el hartazgo del hombre común ante las ideologías (liberalismo progresista, socialismo, comunismo o nacional-socialismo) y ante el Nuevo Orden Mundial que quiere derribar las sanas murallas de la religión, del patriotismo, de la familia tradicional, de la moral cristiana y de las legítimas libertades que todavía frenan, en cierta medida, la instalación de un Estado totalitario mundial. No hay que confundir el conservadorismo tradicionalista o “paleoconservadorismo” (enemigo de hacer de los EE.UU un Imperio global para extender la “democracia”, los “derechos humanos” y el “american way of life”, crítico de la alianza con Israel y contrario al Nuevo Orden Mundial) de los “neoconservadores” (imperialistas, pro-sionistas y globalistas). Podemos ubicar dentro de esta corriente a dirigentes y pensadores argentinos del pasado inmediato (algunos vivos y otros ya fallecidos) como Ricardo A. Paz, Carlos Manuel Acuña, Juan Rafael Llerena Amadeo, Eduardo Ventura, Ricardo de la Torre, Cosme Beccar Varela y a jóvenes actuales como Nicolás Márquez, Andrés MacLean y Segundo Carafí.
El nacionalismo tradicionalista
Por fin, tenemos que decir algo acerca del nacionalismo argentino: se trata de un movimiento político que incluye en su seno variadas y disímiles corrientes de pensamiento. No podemos igualar el peculiar nacionalismo de Leonardo Castellani con el de Julio Irazusta y menos aún con el de Arturo Jauretche. Aquí sólo haremos referencia al llamado nacionalismo tradicionalista, objeto de estudio de varios pensadores (argentinos y extranjeros) en los últimos años. Haciendo una primera aproximación, podemos decir que se trata de un fenómeno preferentemente intelectual, aunque no haya dejado de tener una lógica proyección en la vida política. Su aparición alrededor de los años 30 coincide con la crisis de la democracia liberal, del capitalismo y con el auge por entonces creciente de tendencias totalitarias de diversos matices. Podemos fijar incluso su fecha de nacimiento en el 1° de diciembre de 1927 con la aparición del periódico La Nueva República. Nos ocupamos hace 25 años de analizar y valorar el Nacionalismo[3], resaltando sus méritos, sobre todo en defensa de la Tradición, la Soberanía Política, la Independencia Económica, la Justicia Social, la República federal con representación corporativa y el Revisionismo Histórico. El Ideario del Nacionalismo fue sintetizado por el político y escritor argentino Hugo Wast con estas palabras: “Nuestros ideales son los que dan sentido a la vida cuando se vive por ellos y los que dan sentido a la muerte cuando se muere por ellos: Dios, Patria y Familia”. Pero al hacer nuestra valoración nos ocupamos también, en aquella ocasión, de señalar los errores de algunos de sus referentes: entre ellos el militarismo lugoniano (el error «esencialista» de considerar que las FF.AA podían salvar al país, como si fueran ajenas a la crisis de valores de la misma sociedad argentina a la que pertenecían), el integrismo religioso (no la sana subordinación relativa de lo político a lo espiritual sino la confusión indebida entre lo sacro y lo profano), el peligro de «hipostasiar» el concepto de Nación (con una posible “deriva” totalitaria), el maniqueísmo de ciertos revisionistas, el estatismo económico y la crítica rigorista a insertarse dentro del sistema democrático, no para convalidarlo, sino para atenuar algunos males. Grandes referentes del nacionalismo tradicionalista argentino han sido Julio y Rodolfo Irazusta, Ernesto Palacio, Alberto Ezcurra Medrano, Tomás Casares, Vicente Sierra, el Padre Julio Meinvielle, Jordán B. Genta, Carlos Ibarguren (h), el Padre Leonardo Castellani y Carlos A. Sacheri, solo por nombrar algunos de los más importantes. Hoy podemos señalar como referentes de un Nacionalismo dispuesto a colaborar con liberales clásicos y conservadores a Jorge Scala, Enrique Díaz Araujo, Mario Meneghini, Néstor Sequeiros, Cristián Rodriguez Iglesias, Lis Genta de Caponnetto, Augusto Padilla, Carlos A. Robledo, Gerardo Palacios Hardy, Héctor H. Hernández y Cristián Rodrigo Iturralde.
La Economía Social de Mercado
En cuanto a la Economía Social de Mercado, hay que decir que “se basa en la organización de los mercados como mejor sistema de asignación de recursos y trata de corregir y proveer las condiciones institucionales, éticas y sociales para su operatoria eficiente y equitativa. En casos específicos, requiere compensar o corregir posibles excesos o desbalances que puede presentar el sistema económico moderno basado en mercados libres, caracterizado por una minuciosa y extensa división del trabajo y que, en determinados sectores y bajo ciertas circunstancias, puede alejarse de una competencia funcional. Descarta como sistema de organización la economía planificada centralmente. Esta definición de una Economía Social de Mercado como modelo sociopolítico básico proviene de las ideas desarrolladas por Alfred Müller- Armack (1901-1978). En su obra Dirección económica y economía de mercado (Wirtschaftslenkung und Marktwirtschaft), escrita en 1946, no sólo acuñó el término Economía Social de Mercado sino que contribuyó, en colaboración con otros pensadores, a la fundamentación de su concepción teórica. Según la definición de Müller-Armack, el núcleo de la Economía Social de Mercado es la “combinación del principio de la libertad de mercado con el principio de la equidad social”. El marco referencial es el concepto de la libertad del hombre complementada por la justicia social. El sistema de la Economía Social de Mercado surge del intento consciente de sintetizar todas las ventajas del sistema económico de mercado: fomento de la iniciativa individual, productividad, eficiencia, tendencia a la auto-regulación, con los aportes fundamentales de la tradición social cristiana de solidaridad y cooperación, que se basan necesariamente en la equidad y la justicia en una sociedad dada. En este sentido propone un marco teórico y de política económico-institucional que busca combinar la libertad de acción individual dentro de un orden de responsabilidad personal y social (…). Müller-Armack plasmó la idea fundamental de la Economía Social de Mercado en una breve fórmula conceptual, cuyo contenido tiene que ser aplicado tomando en cuenta las respectivas condiciones sociales de implementación política. Asimismo, diseñó el concepto político de la Economía Social de Mercado como una idea abierta y no como una teoría cerrada. Por un lado, este enfoque permite adaptar el concepto a las condiciones sociales cambiantes. Por otro lado, se pone de manifiesto que la dinámica de la Economía Social de Mercado exige necesariamente una apertura frente al cambio social. Las aplicaciones y adaptaciones conceptuales no deben, sin embargo, contradecir o diluir la idea fundamental del concepto”[4]. Dentro de esta corriente es muy importante la figura de Wilhelm Röpke, quien proponía límites al libre mercado para custodiar valores humanos que están “más allá de la oferta y la demanda” como la justicia, la moral, la amistad, la belleza, la poesía, la elegancia, la caballerosidad o la espiritualidad, en el marco de nuestra cultura occidental greco-latina y del derecho natural cristiano. A su turno, con o sin influencia de esta corriente, hubo pensadores tradicionalistas y/o conservadores que propusieron un modelo de organización profesional de la economía acorde con el capitalismo de mercado. Es el caso de Johannes Messner, Michel de Penfentenyo, Julio Meinvielle, Roberto Gorostiaga y Carlos A. Sacheri. Vemos aquí que la Economía Social de Mercado ofrece un modelo intermedio entre el individualismo que podrían exigir algunos liberales y el corporativismo no estatista al que aspira el nacionalismo tradicionalista. Y probablemente sea el que tenga más posibilidad de ser aplicado si se quieren evitar los males del intervencionismo keynesiano, del populismo y del socialismo, sin caer en el liberalismo más radicalizado. Sobre todo si logra verse que el modelo de capitalismo adecuado para la Argentina parece ser el renano más que al anglosajón, adaptándolo eso sí a nuestra realidad sociológica, histórica, cultural, política y religiosa.
Hacia un Frente Nacional de Derecha
En cuanto a la legitimidad de una alianza política de esta naturaleza, vale la pena leer o releer El comunismo en la Argentina del Padre Julio Meinvielle, libro de los años 60 en el cual explica los peligros de la izquierda nacional marxista como del liberalismo masónico, del sionismo como del nasserismo y en el cual aprueba con reservas cierta alianza con EE.UU, alentando una Revolución Nacional y anticomunista como etapa previa de una más profunda Restauración católica y tradicional. Léase la siguiente cita, cámbiese comunismo por «progresismo populista» y liberalismo antinacional por «progresismo republicano» para encontrar el paralelismo con la situación que hoy estamos viviendo. A su turno, al poner en alerta contra el «nacionalismo marxista», invitaba al peronismo a purificar sus errores en la doctrina más ortodoxa del nacionalismo católico, pero no lo demonizaba. No se olvide que, al mismo tiempo, el Padre Meinvielle alertaba contra el modernismo teológico (hoy enmascarado detrás de la «Iglesia de la Misericordia»), la Sinarquía (hoy Nuevo Orden Mundial) y el Imperialismo Internacional del Dinero (actual oligarquía financiera internacional). Además, no padecía del virus del «derechismo» para el cual no hay otro enemigo serio más que el comunismo. Pero sí decía que el liberalismo «occidental y cristiano», cuyos errores denunciaba, era mil veces preferible al marxismo. “Las cosas se han puesto tan difíciles – afirmaba Meinvielle –, y cada día se han de poner peor (…) que una Revolución Nacional Auténtica pura, se hace difícil; es necesario hoy que todos los que están en posición anticomunista, sean nacionales, sean liberales, aúnen sus esfuerzos para hacer frente al comunismo que se cierne sobre nuestras cabezas (…) Hoy no está en cuestión una lucha entre azules y colorados, peronistas y anti-peronistas, nazis y masones, gorilas ni antigorilas. Hay que advertir que se trata de una lucha contra el comunismo ateo por la salvación de la Patria. En consecuencia, todos los hombres patriotas, sean nacionales, sean liberales, conscientes de la responsabilidad de la hora y del peligro que nos amenaza, deben unirse para salvar al país”[5]. Algo similar afirmaba Castellani cuando decía: “Actualmente hay quienes trabajan, con pocos recursos por desgracia (es decir, heroicamente) por la formación de una fuerza política nacional; con la alianza, por ejemplo (es una suposición) de los democristianos, los nacionalistas y el peronismo – o una parte dél. Si esa fuerza puede constituirse a pesar de las enconadas divisiones personales de los argentinos, y puede llegar a las urnas (…) ya sería un gran paso adelante. Aunque perdiese las elecciones, queda constituido un núcleo político nacional, con diputados y senadores (…) o sea, con altavoces desde donde educar e informar al pueblo”[6]. Puede objetarse que Castellani no era simpatizante de una alianza con liberales, a diferencia de Meinvielle, lo cual es verdad. Sin embargo Castellani hacía ciertos elogios al liberalismo conservador anglosajón representado por los Padres Fundadores de los EE.UU y Alexis de Tocqueville, además de simpatizar con dos católicos liberales como Rosmini y Cronin. De todos modos justificaba una alianza de nacionalistas, demócratas cristianos (liberales en cierto modo) y peronistas ortodoxos (como había sido la Unión Federal de Mario Amadeo). Volviendo a nuestro tiempo, recordemos que Juan José Gómez Centurión ha sintetizado intuitiva y didácticamente todo esto (probablemente siguiendo a Nicolás Márquez) al hablar de la convergencia de estas corrientes políticas dentro del Partido NOS: “Mi visión de la derecha es convocar a todos los liberales que respeten la vida, a los conservadores que no confundan la llama de la tradición con las cenizas y a los nacionalistas que no confundan a la Nación con el Estado”. Además ha reconocido la importancia para NOS del voto peronista clásico, que es un voto cristiano, a diferencia del kirchnerismo. De hecho uno de sus mejores aliados en la Provincia de Santa Fe es el abogado y actual legislador provincial Nicolás Mayoraz, católico practicante y ortodoxo, que viene de los sectores nacionalistas del peronismo. Un Frente Nacional de estas características sería similar a lo que significó FET de las JONS en España (donde había falangistas, carlistas, tradicionalistas alfonsinos, demócratas cristianos y liberal-conservadores) pero en un contexto republicano. O algo parecido a la llamada “revolución conservadora” de los EE.UU. A quienes esto pueda parecerle heterodoxo, recuerdo unas notas de San Pío X que son pertinentes para entender nuestra propuesta: “No acusar a nadie como no católico o menos católico por el solo hecho de militar en partidos políticos llamados o no llamados liberales, si bien este nombre repugna justamente a muchos, y mejor sería no emplearlo. Combatir «sistemáticamente» a hombres y partidos por el solo hecho de llamarse liberales, no sería justo ni oportuno; combátanse los actos y las doctrinas reprobables, cuando se producen, sea cual fuere el partido a que estén afiliados los que ponen tales actos o sostienen tales doctrinas (…). No sería justo ser de tal manera inexorables por los menores deslices políticos de los hombres afiliados a los partidos llamados liberales que por tendencia y por actitud política sean ordinariamente más respetuosos con la Iglesia que la generalidad de los hombres políticos de otros partidos, que se creyera obra buena atacarles sistemáticamente, presentándoles como a los peores enemigos de la Religión y de la Patria, como a «imitadores de Lucifer», etc., pues semejantes calificativos convienen al «liberalismo doctrinario» y a sus hombres en cuanto sean sostenedores contumaces y habituales de errores y doctrinas contrarios a los derechos de Dios y de la Iglesia, abusando del nombre de católicos en sus mismas aberraciones, y no a los que quieren ser verdaderos católicos, por más que en las esferas del Gobierno o en su acción política falten en algún caso práctico, por ignorancia o por debilidad, a lo que deben a su Religión o a su Patria. Combátanse con prudencia y discreción estos deslices, nótense estas debilidades que tantos males suelen causar; pero en todo lo bueno y honesto que hagan déseles apoyo y oportuna cooperación, exigiendo a su vez por ella cuantos bienes se puedan hic et nunc alcanzar en beneficio de la Religión y de la Patria” (Autorizadas instrucciones a los católicos, publicadas en “El Siglo futuro”, 30 de enero de 1909). Y también lo que sigue: “Para evitar mejor cualquier idea inexacta en el uso y aplicación de la palabra «liberalismo», téngase siempre presente la doctrina de León XIII en la Encíclica Libertas, del 20 de Junio de 1888, como también las importantes instrucciones comunicadas por orden del mismo Sumo Pontífice, por el eminentísimo Cardenal Rampolla, secretario de Estado, al Arzobispo de Bogotá y a los otros Obispos de Colombia en la Carta Plures e Columbiae, del 6 de Abril de 1900, donde, entre las demás cosas, se lee: «En esta materia se ha de tener a la vista lo que la Suprema Congregación del Santo Oficio hizo saber a los Obispos de Canadá el día 29 de Agosto de 1877, a saber: que la Iglesia al condenar el liberalismo no ha intentado condenar todos y cada uno de los partidos políticos que por ventura se llaman liberales. Esto mismo se declaró también en carta que por orden del Pontífice dirigí yo al Obispo de Salamanca el 17 de Febrero de 1891, pero añadiendo estas condiciones, a saber: que los católicos que se llaman liberales, en primer lugar acepten sinceramente todos los capítulos doctrinales enseñados por la Iglesia y estén prontos a recibir los que en adelante ella misma enseñare: además, ninguna cosa se propongan que explícita o implícitamente haya sido condenada por la Iglesia: finalmente, siempre que las circunstancias lo exigieren, no rehúsen, como es razón, expresar abiertamente su modo de sentir conforme en todo con las doctrinas de la Iglesia. Decíase, además, en la misma carta que era de desear el que los católicos escogiesen y tomasen otra denominación con que apellidar sus propios partidos, no fuera que, adoptando la de liberales, diesen a los fieles ocasión de equívoco o de extrañeza; por lo demás, que no era lícito notar con censura teológica y mucho menos tachar de herético al liberalismo cuando se le atribuye sentido diferente del fijado por la Iglesia al condenarlo, mientras que la misma Iglesia no manifieste otra cosa»” (Normas de San Pío X a los católicos españoles, Secretaría de Estado de Su Santidad, 20 de abril de 1911). Por último, sabiendo que esta alianza de propuestas mínimas no es el ideal de máxima para un católico, pero tal vez sí el único bien posible, es oportuno recordar lo que también enseñó al respecto el Papa San Pío X: “En los casos prácticos, o con esta unión per modum actus o sin ella, todos debemos cooperar al bien común y a la defensa de la Religión; «en las elecciones, apoyando no solamente nuestros candidatos siempre que sea posible vistas las condiciones del tiempo, región y circunstancias, sino aun a todos demás que se presenten con garantías para la Religión y la Patria», teniendo siempre a la vista el que salgan elegidas el mayor número posible de personas dignas, donde se pueda, sea cual fuere su procedencia, combinando generosamente nuestras fuerzas con las de otros partidos y de toda suerte de personas para este nobilísimo fin. «Donde esto no es posible, nos uniremos con prudente gradación con todos los que voten por los menos indignos», exigiéndoles las mayores garantías posibles para promover el bien y evitar el mal. Abstenernos no conviene, ni es cosa laudable, y, salvo tal vez algún rarísimo caso de esfuerzos totalmente inútiles, se traduce por sus fatales efectos en una casi traición a la Religión y a la Patria. Este mismo sistema seguiremos en las Cortes, en las Diputaciones y en los Municipios en los demás actos de la vida pública. «Nuestra política será de penetración, de saneamiento», «de sumar voluntades, no de restar y mermar fuerzas», «vengan de donde vinieren». Cuando las circunstancias nos lleven a votar por candidatos menos dignos, o entre indignos por los menos indignos, o por enmiendas que disminuyan el efecto de las leyes, cuya exclusión no podemos lograr ni esperar, una leal y prudente explicación de nuestro voto justificará nuestra intervención. En las cosas dudosas que directa o indirectamente se refieren a asuntos religiosos, consultaremos nuestras dudas con los Prelados”(Autorizadas instrucciones a los católicos, publicadas en “El Siglo futuro”, 30 de enero de 1909)
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